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octubre 6, 2015
Boletines, Resiliencia - Mindfulness y más allá,
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Erase una vez una mujer joven que vivía lejos en una aldea en el campo. Cada día daba largos paseos por el bosque cerca de su casa. Un espléndido día de primavera, al caminar entre los árboles, escuchó un pío pío débil. Buscó para ver de dónde podía venir el sonido y después de buscar un rato, encontró dos pajaritos indefensos al pie de un árbol. Le conmovió ver los pajaritos sin plumas, con hambre e indefensos; sin ayuda morirían pronto. Los cogió del suelo con cuidado y mientras los mantenía en sus manos ahuecadas, buscó el nido de donde habían caído pero sin éxito.
Los llevó a su casa y los crió con gran cuidado. Pasó el tiempo y los pajaritos se convirtieron en adultos sanos con plumaje amarillo, verde y azul brillante y llamativo. Les compró la jaula más bonita que se podía permitir para poderles llevar con ella, fuera donde fuera. A lo largo del tiempo, se volvió muy apegada a estos pájaros; el simple pensamiento de su vida sin los pájaros y su canción tan hermosa le hacía sentirse triste.
Un día cuando limpiaba la jaula, uno de los pájaros se escapó. La mujer se agitó mucho pero en un acto reflejo sacó su mano y atrapó al pajarito muy rápidamente. Le apretó para que no pudiera volver a escaparse. Se sentía feliz y aliviada por haber impedido que el pájaro se escapase. Luego, horrorizada se fijo que su pequeño pájaro estaba flácido en su mano. En su pánico de asegurar que no se escapase, había apretado tanto que le mató.
Sintió tal sentido profundo de remordimiento que inmediatamente abrió la jaula para soltar al otro pájaro de su cautividad. El segundo pájaro dudó un instante pero luego voló al cielo. Después de un tiempo volvió y se posó en su hombre y le canto una canción más dulce que cualquier otra canción que había escuchado.
Soltar algo a veces parece tan difícil, especialmente si sentimos que alguien o algo es una fuente de felicidad para nosotros. Por ejemplo, si creemos que nuestra felicidad depende de una relación, podemos volvernos celosos y posesivos. En otras palabras agarramos tanto a la otra persona que apagamos la “chispa” de la relación. Cuando nuestros hijos se hacen adultos tenemos que soltarles para que cometan sus propios errores, para que averigüen cómo el mundo funciona para ellos.
Nada es permanente. Todas las cosas que tienen un comienzo, también tendrán un final. Si entendemos y aceptamos esto, entonces la vida se vuelve un “baile” maravilloso – una aventura. Sin embargo, si nos agarramos demasiado fuertemente a las cosas, nos volvemos rígidos y ansiosos… y no hay espacio para ese “baile”. No podemos controlar a estas personas tan queridas, ni a nuestros hijos, ni a nuestros seres queridos. Necesitan espacio para poder volar; puede que se alejen pero cuando vuelven, la canción que cantaremos juntos tendrá una hermosura muy por encima de lo que podemos imaginar.
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