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abril 10, 2018
Boletines, Resiliencia - Mindfulness y más allá,
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Estamos sentados, uno al lado del otro en el sofá, con los ojos cerrados. En este momento no existe nada más que el aria de una ópera de Mozart. Sin palabras, nos sometemos a la belleza casi insoportable de la voz de la soprano que penetra simultáneamente en nuestros corazones. Las emociones no están ocultas. No existe vergüenza en las lágrimas derramadas; los corazones se abren y su contenido sensible se muestra alegremente.
Otro momento: sentados en la cima del acantilado en un estado de compañerismo silencioso. Las olas gruñen y chocan contra las rocas; más bien las sentimos en nuestros cuerpos más que oírlas. El sol calienta nuestras espaldas; la brisa – suave, refrescante. La textura áspera y resbaladiza de la hierba de las dunas en mis dedos. El inmenso azul claro del cielo con sus nubes de algodón contrasta con el intenso color turquesa y el blanco majestuoso y brillante de las olas que rompen en las rocas. Luego, nos reírnos a carcajada limpia de nosotros mismos mientras compartimos un recuerdo sin importar mostrar nuestra ridiculez a la vista de todos, contrastado a su vez con un recuerdo de un amigo muerto – un momento de silencio cuando cada uno siente en privado esa tierna mancha de pérdida dentro de nosotros. Largos abrazos que no exigen nada; sólo dar y recibir, simplemente estar completamente ahí para el otro. El aprecio, gratitud por años de amistad. El surgimiento espontáneo de alegría en respuesta a los claros signos de felicidad en la cara del cuerpo del otro. A veces estamos en silencio; en otros momentos – risas, lágrimas, conversación; siempre compartido. La verdadera amistad es su propio propósito: compartir nuestra breve existencia parpadeante dentro del infinito corazón abierto de la eternidad.
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